Aquí me encuentro, sola en la plaza. Rodeada de gente, de nacionalidades distintas, de edades distintas, aficiones y sueños distintos. Y les miro. Miro a los que caminan exasperados de tienda en tienda en busca de la última tendencia o de los precios más económicos. A los que ríen sentados muy cerca de mí, viendo videos de internet o poniéndose al día de los últimos cotilleos, o sus vivencias o experiencias. Miro a los que tan solo permanecen tumbados sobre el césped, leyendo, escuchando música o simplemente disfrutando del sol. Miro, pero no veo nada. Mi mente está en otro lugar. Ahora solo oigo ruido, mucho ruido. El ruido de la gran ciudad, aunque poco a poco se va desvaneciendo. Ya no oigo a los niños jugando con las palomas, ni a los coches. Ni siquiera el suave sonido del agua caer de la fuente, situada a mis espaldas y sobre la que estoy sentada. Hace mucho calor. Tipico en el mes de Agosto. Estoy agotada, ya desde hace varias semanas. No se debe al trabajo, ni a los estudios, ni siquiera a mi vida social. No padezco ninguna enfermedad ni problema que pueda provocarme tal cansancio. Mi nombre es Sam, y no quiero dormir.
Hace algo más de un año y medio que Eric y yo decidimos dar el paso de irnos a vivir juntos. Llevábamos ya cinco años de relación y, aunque oficialmente el mundo estaba en crisis, estábamos decididos a comprarnos un piso. Fue un 7 de septiembre, aún lo recuerdo como si fuera ayer. Era por la tarde y paseábamos por el pueblo buscando por los balcones carteles de venta o inmobiliarias. Buscábamos algo sencillo y no demasiado grande. Y lo encontramos. Quizás vimos unos diez pisos antes que este. Algunos muy sombríos, otros muy en el centro o muy alejados, húmedos o en la última planta del bloque sin ascensor. Recuerdo que al entrar olía levemente a gasolina, lo que me asustó. Subimos por el ascensor que era algo angosto, pero en el que cabíamos los tres. Ya en la segunda planta del edificio, la mujer de la inmobiliaria salió del ascensor y se dirigió a abrir la puerta del piso. La cuarta puerta exactamente. Entramos. Nuestra primera impresión fue algo reacia. El aspecto era el de un piso bastante antiguo por el estado de los marcos de las puertas o las ventanas. Aunque por otra parte, los suelos y los muebles de la cocina estaban recién reformados. Los del comedor no parecían demasiado usados. Quizás tendrían algo más de tres años. El piso tenía tres habitaciones, un aseo, la cocina y el comedor. Tenia una superficie aproximada de unos 80 m2. Pensábamos que era algo grande para nosotros, aunque con el tiempo nos dimos cuenta que no. Lo que más nos gustó fue la forma en la que tenia distribuidos los habitáculos y su luminosidad. Eric no estaba muy convencido en comprarlo. Ciertamente y al igual que el edificio, parecía viejo. «Es cierto, es algo viejo» le dije, pero compensé al recordarle el lugar en el que estaba ubicado y las ventajas que tenía frente a otros que ya habíamos visto. Aunque por otro lado, yo sentí que tenía que ser aquel. Él, tan solo me miró a los ojos y sonrió.
Tardamos unos días en hacer la mudanza. A Eric le habían ofrecido trabajar en una campaña publicitaria muy importante y debía emplearse a fondo. Con lo que esa semana estaría trabajando hasta tarde. Yo sin embargo, pude pedirme unos días libres en el trabajo. Con lo que me dedicaría a comprar algunas decoraciones para el piso. Además del menaje de la cocina que nos faltaba, sabanas y toallas. Aquel primer fin de semana, después de haber firmado la compra-venta de lo que iba a ser nuestro nuevo hogar, nos pusimos manos a la obra. Colocamos los cuadros, los jarrones, el menaje, las sabanas y las toallas. Y todas las cosas que nos habíamos traído de casa de nuestros padres. Nuestras más humildes pertenencias: ropa y zapatos, cosas de aseo, todos los libros que desde que empezamos a estudiar habíamos recopilado, las colecciones de música de muy variado género: clásica, dance, pop, heavy… Y, en mi caso, el ajuar que previamente mi madre me había comprado. El mismo que dejó estratégicamente camuflado en el garaje de casa para cuando este día llegara. Lo típico. Pasadas unas horas y caída la noche volví a casa de mis padres para llevarme las últimas cajas y despedirme de ellos y de mis hermanas. Ya casi al salir por la puerta y viendo la hora que era, mamá me ofreció cenar con ellos por «última vez». Hablé con Eric y asintió. Él también había quedado con unos amigos para cenar. Estaba siendo una velada muy agradable. No hacíamos más que reír. Al terminar la cena, comprobé que el reloj marcaba la medianoche. Así que, ya me quedé a dormir. Le envié un mensaje a Eric. Por un lado, tenía muchas ganas de empezar esta nueva etapa. Por otro, me ponía triste alejarme de mi familia. Y con ese sentimiento tan ambiguo entré en lo que ya era mi antigua habitación. Y me encontré únicamente acompañada de los peluches de mi infancia. Algunos colocados en las estanterías y otros encima de la cama. Los que posteriormente coloqué en una silla. Eché la ropa de la cama hacía atrás y me metí entre las suaves sabanas de algodón. Miré hacía la ventana. A través de ella, se colaban finos rayos de luz. Fue un día muy ajetreado y agotador, con lo que no tarde en quedarme dormida.